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martes, 19 marzo 2024
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Variaciones para una niña asustada

  • Escrito por Lina Zerón
  • Publicado en Testimonios

Palabras preliminares

Paciente con esteato-hepatitis

56 años

2 años de enfermedad

Ciudad de México, Distrito Federal

Estar enferma me hace sentir enojada, triste, impotente para tomar la vida desde la punta. Resulta difícil de creer que en verdad algo así me esté pasando. Normalmente estas cosas les pasan a los demás y una tiende a mirarlo desde lejos, desde cierta distancia. No puedo aceptar que lo que manifiesta mi cuerpo y mi mente sea cierto, real, que no me pueda apartar ni levantar un muro. Que si la menopausia quirúrgica, que si la hipertensión heredada, ¿no pude haber heredado algo mejor? Es una pregunta recurrente, ideal para días en que el mundo pesa sobre mi espalda. El doctor dice que para qué tipifica mis síntomas como Fibromialgia, que mejor no le demos ningún nombre a estos dolores, que actuemos y que haga ejercicio todos los días. Por supuesto debo bajar diez kilos y buscar la fuente del insomnio de siempre, la angustia que limita mi vida. Qué fácil parecen en boca del doctor todas estas cosas. Lo dice maquinalmente, como una receta de bisquets, o esos rompecabezas de 500 piezas donde quizás solo una o dos se te resistan un poco, pero esto que siento de noche y día es tan fuerte que me desequilibra sensiblemente, al grado de llegar a sucumbir al temor. Ese miedo que paraliza como cuando estás en un elevador y se va la luz y te quedas sola y nadie responde a tu grito. Lo peor es volver a eso que tenía mas o menos bajo control: el miedo a sentir miedo, el pavor de enfrentarme con la luz del día y perder, el terror como boa atrapando mi cuerpo e impidiendo que respires, provocando conatos de infarto.

Tengo vergüenza con mi familia de sentirme siempre mal, cansada, irritable, llorona, adolorída de algún lugar distinto, al acostumbrado por ellos, y no poderles demostrar con datos químicos lo que me pasa. De tener un dolor latente. Y es estúpido esto que estoy diciendo, si, sé que es estúpido: estúpido y falso. Hace demasiado tiempo sé que una sólo debe sentir vergüenza por lo que hace, cuando ésto no está a la altura de su propia alma y no de aquello que recibe, aunque sea malo. Sobre todo si es malo, porque eso es error de otro, la vergüenza de otro, no la mía. Hace mucho tiempo que sé esto y tú, mi sapiencia, no evitas esa sosobra de reo, ese grillete que a veces cargo como si la enfermedad fuera un incordio para los que me rodean. Entonces sé que me he olvidado totalmente y el silencio, el mutismo interior es absoluto. No quiero cargar con esto 20 o 30 años que me queden por vivir. Quiero limpiar estas sensaciones, sentirme libre, ser la mejor versión de mi misma, mi propio poema, la belleza de ser yo.

 

Un tratamiento hormonal de primera generación, Fluoxetina y hablar, hablar, hablar y sacar y sacar todo. Todo lo pequeño, lo grande, lo trasparente; todo lo oscuro, aquello que se lleva en los bolsillos como insignificantes papeles, aquello que se guarda en los armarios, lo que se esconde bajo la piedra del patio, lo que se clasifica en el fichero de la A a la Z. Fue lo que recomendó el ginecólogo, experto en climaterio de la mujer, así le habrá ido con su mamá. Por su parte, el cardiólogo me envío la primera noche a mi casa con un Holter, aparato que debía medir la presión arterial sanguínea durante 24 horas y con el que me sentí como un hidroneumático con patas, por el ruido tan intenso que emitía cada 20 minutos. La banda del brazo derecho era tan molesta como torniquete, cada vez que se activaba, enviando datos a una pequeña computadora, mediante una gran manguera negra dentro de una bolsita, que pendía de mi cuerpo. Casi no dormí, la molestia del ruido y la dureza de la caja de plástico sujeta a mi cintura. La segunda noche me sustituyeron el Holter por otro que mide el ritmo cardiaco, parecía Robocop: siete cables de distintos colores colgando de mi pecho adheridos, con chupones y con destino a una maquinita tipo IPOD dentro de un estuche y colgando sobre mi estómago. Me veía tan extraña con eso que asomaba por encima de mi blusa, que cuando llegué al banco el policía de la entrada me detuvo para asegurarse de que no llevaba una bomba. Él cardiólogo también opina que debo contar todo lo que me enoja para reducir el nudo del estómago. Debo buscar la raíz de éste para desbaratarlo como si fueran las agujetas de los tenis. Hacer una mudanza interna, sacarlo todo a la calle, abrir las ventanas y dejar que corra el viento.

 

Mi coraje es tan añejo que parece enredadera untada a un muro. A veces pienso en mi papá, el primero, pues tuve dos. Murió de alcoholismo, es decir primero se le murió el alma y años mas tarde fue a reunirse con él, su cuerpo. Éramos tan pequeños, fuimos tan vejados... Aquello hizo que cambiara nuestro destino. Recuerdo tan poco de mi padre. Normalmente son tan ajenos, que bien podría no ser esa la causa de todo lo que tengo. Nunca lo culpé, supongo que su vida ya era demasiado para él, como para pedirle que hubiera hecho algo por la mía. No quiero reclamarle nada, la meta no es arreglar esa parte de mi vida con mi padre sino dejar de lado ese sentimiento de abandono y rabia, de impotensia ante el Hércules que te estrella contra los muros. Ese recuerdo que golpea el alma como un hacha cuando trato de explicarme mi niñez, mis pesadillas, el insomnio que nunca me ha dejado, aquellas enfermedades indescriptibles, el dolor interminable y sobre todo el miedo.

 

El origen pudo haber sido una mezcla entre el cambio de las líneas de mi mano y la crianza con mi abuela materna: machista, cruel, dura, llena de resentimientos. No tengo rencor hacia ella sino lástima, lástima de la pobre vieja devorada por su neurosis y que vivía ahogada en el rezo de su propio velatorio. Ahora ya tampoco importa lo que viví con ella sólo me conformaría con dejar de justificarme de todo por mi niñez similar a “La Cándida Eréndira”.

 

A los 50 años mi meta es liberarme de la armadura del pasado, dejar de sentirme indefensa y vulnerable. Necesito ser de nuevo la persona autónoma que fui. La mujer impetuosa y audaz que sabe enfrentar cualquier reto pero que también acepta que suceden cosas que no puede cambiar y reconoce algunas otras como consecuencia de sus decisiones detrás de las cuales esta ella misma. Debo comenzar a sostenerme por mis propias piernas y tener claro quien soy, lo que he conseguido, logrado y sentirme orgullosa. Aprender a mandar al diablo lo que los demás piensan de mí. Los juicios y el polvo cubren la tierra, forman parte de ella, pero ninguno de los dos importa. Los prejuicios son como polvo en mis zapatos que puedo sacudir fácilmente cada vez que siento que enturbian su brillo. Mi brillo....

Mi abuela nunca creyó en mi poder de superación, decía que yo era igualita a toda mi raza, a mi padre, a mi otra abuela; me miraba y decía: “Toda la jeta de tu padre”. No había manera de quedar bien con ella, ni siendo la niña de los dieces, los diplomas, los reconocimientos. Supongo que quería que yo cambiase a mi padre, como un alfarero, como un demiurgo griego, modelarlo en el hombre que a ella le hubiera gustado tener de yerno, comenzando por su judaísmo.

 

Nunca supo en lo que me he convertido porque jamás creyó en mí. He logrado que nadie tenga forma de saber en dónde me encuentro emocionalmente por más que me amen o me odien. Toda la gente que nos rodea son simples forasteros que suponen saber cómo se siente uno pero en realidad son seres extraños en nuestro juego emocional. El diablo son los otros, decía Sartre, y supongo que debe ser verdad. Siempre me pareció una persona demasiado solitaria, todos lo somos. No tengo por qué arreglar mi niñez, sólo verla desde lejos, observarla como si estuviera en un cine mirando con humor una película de mi abuela y yo, y reírme. Quiero tener la capacidad de desarrollar una vista externa de esa etapa y apreciarla por las cosas buenas, que sin duda hubo, y burlarme de los años que me he torturado. Algo que ella tampoco puede arreglar ahora, como yo no podía cambiar a mi padre. Ninguna de las dos tenemos la responsabilidad de componer nada, ella ya está muerta desde hace 24 años y a mí, lo único que me queda es rehacer la historia con humor. Contármela como si ella y yo estuviéramos en una orquesta tocando un instrumento desafinado que emitiera sonidos discordantes al resto de los músicos. Escuchar eso tan feo que al rememorarlo nos diera tanta risa que nos hiciera olvidar la mala ejecución del momento. Reírme tanto con esos recuerdos que mi cara sea como una máscara veneciana, que me de tos, que no necesite hacer ejercicio, tomar hormonas nuevas y fluoxetina, porque esa sería mi mejor terapia. Es más: le agradeceré haber sido una de las partes más significativas de mi vida ya que me dio la oportunidad de contar esta historia. Vaciaré esa maleta llena de objetos del pasado, la limpiaré mientras se encuentra inmóvil en este momento, sintiendo una gran cantidad de energía como si le estuviera dando un paseo humorístico. Tal vez el mas gracioso que haya tenido. Debo aprender a ver el pasado de una forma más ligera y menos seria, entregarme un poco a la risa cubriendo la perspectiva de mi interior para ser libre y lograr vivir el aquí y el ahora sin miedos ni culpas, sin dolor, sin dolor ni miedo aún cuando sea hipoglucémica severa, ¿Y qué es eso? Sentir que te mueres todo el tiempo.