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jueves, 21 noviembre 2024
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Mi vida con hepatitis C

  • Escrito por MÓNICA CEBERIO BELAZA / MARIBEL MARÍN
  • Publicado en Testimonios

Una mujer con el virus relata las décadas de degeneración hasta la cirrosis y el trasplante

Paciente con hepatitis c

0 años

54 años de enfermedad

Fuera de México (Internacional), Fuera de México (Internacional)

Tenía 12 años cuando notó algo raro por primera vez. Estaba muy cansada, pero no era un cansancio normal, el que se siente tras una actividad intensa. Era más bien una insoportable falta de energía. No podía con su alma y no sabía por qué. A su alrededor empezaron a pensar que era una niña perezosa. Ella trataba de que no se notara y pasaba horas en el colegio estudiando. Tenía miedo de convertirse, como escuchaba decir, en una persona poco activa. Nadie entendía lo que le pasaba. Es más, nadie creía que le pasara nada. Han pasado 54 años desde entonces. María José Gandasegui tiene ahora 66, y una larga vida detrás. Ha estudiado dos carreras, trabajado como secretaria judicial en varios tribunales, acabado una tesis doctoral sobre los pleitos civiles en la Castilla del siglo XVIII y criado tres hijos. Pero esa falta de energía que empezó a sentir a los 12 años siempre la ha acompañado. A los 48 pudo al fin ponerle nombre: hepatitis C, un virus que ha ido consumiendo poco a poco su hígado hasta acabar con él.

Los últimos años han sido complicados: una cirrosis, una encefalopatía derivada de la degeneración hepática que la sumió durante meses en una gran confusión mental, una larga espera hasta lograr un trasplante de hígado y cinco meses de hospitalización por complicaciones posoperatorias. Estuvo al borde de la muerte, pero se salvó. De milagro. Trece meses después del trasplante, su aspecto es excelente. Ha vuelto a nacer. Pero el virus se ha reactivado y, feliz de encontrar un hígado nuevo y sano al que atacar, está actuando otra vez. Ella confía en que la sanidad pública le administre los medicamentos de última generación que curan la enfermedad y eliminan el virus en más del 90% de los casos. Son considerados la penicilina de la hepatitis C y para la mayoría de los enfermos parecen hoy inalcanzables. Esa podría ser su salvación definitiva. Ahora le están haciendo pruebas para ver cómo se halla el hígado nuevo, pero ya se sabe que se encuentra afectado. Una larga espera podría resultar fatal para ella y absurda para las arcas de un Estado que tanto dinero ha gastado durante años en su curación. Nadie sabe cuántas personas tienen en España el virus de la hepatitis C. El Gobierno calcula que pueden ser unas 700.000, pero en situaciones muy distintas. En algunos casos, su hígado aún funciona con normalidad. Otros, los más graves, están a la espera de un trasplante o ya lo han recibido, como en el caso de María José. Y hay infinidad de estadios intermedios.

 

La Asociación Española de Estudio del Hígado considera que unos 30.000 necesitan con urgencia los nuevos fármacos. El Ejecutivo, según ha anunciado, solo va a tratar a 7.000 pacientes de forma inminente. Los enfermos, antes resignados a observar cómo evolucionaba su mal sin poder evitarlo, se desesperan ahora al ver que se les escurren de las manos unos medicamentos que pueden curarlos. Mientras, su dolencia sigue siendo una enfermedad desconocida para gran parte de la población. Difícil de explicar y difícil de entender muchas veces incluso para quien la padece. Tenía 12 años cuando notó por primera vez un cansancio excesivo Gandasegui define a su torturador como un “virus caprichoso”. “Nunca sabes cuándo te va a atacar”, explica. “Va por picos, por temporadas. A veces no puedes ni levantarte del sofá y otras parece que se ha dormido y ha decidido dejarte en paz”. Dice que una de las cosas peores es precisamente no poder anticipar cómo va a comportarse. “Ningún médico sabe decirte qué va a ocurrir los siguientes meses o años. A veces crees que estás bien. Te sientes bien, pero tienes que estar siempre preparado por si en el siguiente análisis te dicen que ha empezado la degeneración hepática”.

 

No sabe cuándo se contagió. Como tantos otros. Puede que en un dentista, puede que con la inyección de algún practicante. Es probable que ocurriese de niña, pero no fue diagnosticada hasta 1996. Tenía hepatitis C cronificada y activa, le dijeron los médicos. Ese año se enteró de que había varios afectados en la familia: su hermana tenía los anticuerpos y su madre, como ella, el virus activo. Se acordaron entonces de que su abuela materna había padecido en 1952 una hepatitis sin apellido —el virus de la C no se identificó hasta 1989; antes se decía simplemente hepatitis no A no B—. “Cuando ella enfermó yo tenía cuatro años”, rememora. “A lo mejor tengo el virus desde entonces. Pensamos que quizá fuimos las cuatro a un mismo practicante y nos contagiamos, pero son todo elucubraciones”. Recuerda bien el pico de cansancio de los 12 años. Después, con 25, la operaron de apendicitis y no se recuperó con normalidad. Semanas después, le costaba incluso mantenerse en pie. Fue entonces cuando le diagnosticaron por primera vez una “insuficiencia hepática”, sin mayor precisión. En ese momento solo le dijeron que tuviera cuidado con las grasas. “Volví a hacer vida normal, pero no tenía fuerzas para nada”. "Ningún médico sabe decirte qué va a pasar los siguientes meses o años" Así ha pasado la vida. Muy cansada en algunos momentos, mejor en otros.

 

Los embarazos y lactancias fueron épocas difíciles. También los otoños. “No sé por qué, pero me sentía peor”, indica. “Hay algo que he hablado con otros enfermos, y que es curioso, porque les pasa a muchos: yo solía tardar media hora en salir del coche tras aparcar. El virus te hace sentir que no puedes con tu alma, y actividades normales para cualquiera se convierten en un mundo”. Durante años, su perfil hepático nunca estuvo bien del todo, según los análisis que le hacían regularmente, pero tampoco muy mal. Iba sacando adelante su vida, su trabajo y a su familia. Un día, de repente, todo cambia. Los análisis de sangre muestran que las enzimas hepáticas se han disparado y ya no vuelven a su ser. A ella le pasó en 2004, con 56 años. “Te das cuenta entonces de que la enfermedad está fuera de control. Lo que llevas años temiendo, sucede”. Ya no resultan suficientes los controles periódicos, sino que hay que acabar con el virus antes de que él acabe el paciente. Lo habitual, hasta que llegaron los fármacos de última generación, era usar interferón, que más tarde empezó a combinarse con ribavirina; un tratamiento con muchos efectos secundarios.

 

Además, con algunos genotipos del virus la tasa de curación no llega ni al 50%. “A mí me provocó un destrozo total”, detalla. “Lo tomé durante cuatro meses y me convirtió en una piltrafa. Fue como tener una gripe bestial durante 120 días seguidos. Me dolía absolutamente todo y no podía casi ni moverme”. "Ha condicionado toda mi vida. Los últimos años han sido una pesadilla" En esa época trabajaba como inspectora en el Consejo General del Poder Judicial. Viajaba por España preparando informes sobre el estado de juzgados y tribunales. Probablemente, por la lucha consigo misma que había iniciado con 12 años para no ser “una vaga”, no pidió la baja. Dejó de viajar, pero hacía informes en casa. “Después de una vida peleando contra el virus, tratas de no dejarte arrastrar por la situación. Te haces fuerte. Durante esos meses, trabajaba un poco, me tumbaba, una de mis hijas me hacía la comida y así iba tirando”. El tratamiento no tuvo el efecto esperado y lo volvió a tomar de nuevo, aceptando otra vez los terribles efectos secundarios. Fue el inicio de una década de pesadilla. El virus estaba empezando a actuar en serio y no iba a parar hasta consumirla. “Ya no levanté cabeza. Me costaba hasta vestirme. Llega un momento en el que no solo tu hígado está afectado, sino todo tu sistema digestivo. Me quedé sin plaquetas; el bazo no funcionaba; me salieron varices en el estómago y el esófago... Vivía con el pánico de que se desencadenara alguna hemorragia...

 

Todo estaba mal”, relata. La cirrosis llegó en 2009. Ella seguía trabajando. En ese momento estaba en la Audiencia Nacional. “Cada vez tenía menos energía. Te vas dando cuenta, aunque no quieres pensarlo, de que te estás muriendo poco a poco”. En el verano de 2010 se despidió de sus compañeros hasta septiembre. Nunca más volvió. Tenía 62 años y una enfermedad sin vuelta atrás. Ya no podía ir más que de la silla a la cama y de la cama a la silla. Comenzaron a temblarle las manos. “En ese momento, pensé: ‘Ya está, ahora sí que vamos de cabeza’. Empecé a acumular líquido en el abdomen. Parecía embarazada de seis meses. Además, se me infectó dos veces y me tuvieron que ingresar por peritonitis. Tenía las piernas hinchadas como botijos. No podía conducir porque me quedaba dormida. Y ni siquiera podían meterme en ensayos clínicos: estaba demasiado mal”. Empezó a recibir medicación para la depresión. Psicológicamente, era todo muy complicado. Confía en recibir los costosos fármacos y salvar el nuevo hígado Solo podía salvarla ya un trasplante de hígado, que tardó 10 meses en llegar, meses de los que apenas guarda recuerdo. “Hay cosas que sé que he vivido porque me las han contado, pero yo no me acuerdo. Era como si no viviera. Me dicen que tenía un aspecto horrible. Tenía siempre mucho frío, incluso en agosto. Me picaba todo el cuerpo, desde los párpados a las uñas de los pies. Tenía calambres generalizados. La toxicidad del hígado me provocó una encefalopatía que me dejó confusa. No me enteraba bien de las cosas”. María José es menuda y solo podía recibir un hígado pequeño. Pero los niños tienen prioridad para ese tipo de órganos, de forma que lo tenía difícil. Necesitaba un hígado que no sirviera para un niño, pero que no fuera demasiado grande, o que no hubiera en ese momento ningún menor en la lista de espera. Una semana antes de enterarse de que había un órgano para ella, sus análisis salieron tan mal que rompió a llorar con la enfermera. “Veíamos que no llegaba”, recuerda.

 

Pero llegó. La cirugía del trasplante fue bien, pero después empezaron las complicaciones: líquido en el abdomen, pancreatitis, tuberculosis... Su médico decía que era una de las pacientes a las que más había visto visto sufrir. “Los días en la UCI fueron los peores de mi vida. Por el sufrimiento físico, por la soledad. No distingues la noche del día. Tienes miedo. Comencé a alucinar: veía perros corriendo por la habitación; confundía los sueños con la realidad. Pensaba, por ejemplo, que mis nietos habían estado la tarde anterior allí tomando chocolate con churros. Otro día me dio por creer que estaba en un estudio de televisión y que los médicos y enfermeras eran actores. Tuve unas alucinaciones espantosas”. Mientras se debatía entre la vida y la muerte en el hospital Puerta de Hierro —para cuyos profesionales solo guarda un profundo agradecimiento, al igual que hacia el donante—, su hija menor daba a luz en la misma planta. “La unidad de trasplantes y la maternidad están pegadas. Fue curioso imaginar a mi nieto naciendo allí mismo”. A finales de mayo, casi cinco meses después de la cirugía, salió del hospital. Ahora hace una vida casi normal. Lee mucho, entra y sale de casa y atiende a cinco nietos. “Mi miedo es que el virus se coma al hígado nuevo, pero confío en que me den los medicamentos”. Se halla en trámites para ello y los trasplantados, en principio, tienen preferencia. Pero la burocracia es lenta. Aún tardarán unos meses en darle una respuesta.

 

Probablemente, nada de lo que ha contado para este reportaje habría sucedido si hubiesen existido antes —y estado a su disposición— los recientes medicamentos de última generación. “Muchas veces pienso en cómo habría sido mi vida sin el virus”, reconoce. “Es una enfermedad invisible, pero que te condiciona mucho. Y es tan difícil que los demás entiendan lo que te pasa... La última fase ha sido una pesadilla. Mis últimos 10 años no se los deseo a nadie”. A pesar de todo, considera que ha tenido suerte. Y puede lograr, fármacos mediante, una segunda oportunidad.

 

 

 

Fuente: http://politica.elpais.com/politica/2015/01/25/actualidad/1422218089_546014.html